Numerosas y diversas voces se han levantado para protestar contra las corridas de toros, exigiendo su desaparición por la cruel y sanguinaria muerte que se les da a estos animales. Tales voces se olvidan de que esta fiesta centenaria impuesta por la cultura hispana arraigó profundamente en nuestro país; consolidándose como una enorme raíz difícil de extraer.
Basta saber que en la antigua plaza de Guardiola (frente a la casa de los azulejos, cerca del palacio de Bellas artes) ya se lidiaban toros a mediados del siglo XVI, participando en ello uno de los hijos de Hernán Cortés. Lo mismo ocurría en la calle de San Francisco (Hoy Madero en CDMX), cuando los plateros cerraban dicha vía soltando a los toros para celebrar el día de San Eligio, su santo patrono.
La importancia que tenían las corridas de toros durante gran parte del virreinato (1638-1814), se reflejaba en la solicitud de numerosas lumbreras (asientos especiales) requeridas por variadas y notables autoridades: de la Real Universidad, del Colegio de San Juan de Letrán, de la Real Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, el contador y tesorero de la casa de Moneda; el relator de la Real Audiencia, el subdirector del Monte de Piedad de Ánimas; el juez de la Acordada; el director de pólvora y naipes; los alcaldes de barrio, procuradores y marqueses.
Estas corridas de toros se hacían algunas veces para conmemorar acontecimientos significativos, como el ascenso al virreinato de don Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta (1732); o la coronación de Fernando VI. Con los productos de las entradas se solventaban obras públicas como la introducción del agua en el Santuario de Nuestra Señora de los Remedios.
Se tiene noticia de que los carmelitas habían comprado (17 de febrero, 1716) una plaza de toros extramuros de la ciudad, para hacer sus corridas al lado o inmediatas al convento del Carmen. También, que un bando expedido el 21 de noviembre de 1768 para el buen orden en la plaza de toros, señalaba hasta dos años de presidio a los españoles que tiraran dulces a los toreros desde los balcones, y para los indígenas bastaban 100 azotes.
De acuerdo con las festividades, los empresarios construían plazas en cualquier sitio, desde el interior del palacio virreinal o en la plaza mayor de la Ciudad de México, hasta lugares como Chapultepec, Santiago Tlatelolco, la Lagunilla, San Antonio Abad, San Diego, etc…
De acuerdo con varias reales Cédulas, las corridas sólo podían realizarse en la Plaza del Volador para festejar la entrada de un nuevo virrey o en las fiestas reales. Las corridas se fueron vulgarizando y hacia finales del siglo XVIII se había perdido el sentido de hidalguía que acompañaba a las corridas desde el siglo XVI; de ese modo, los espectadores no sólo presenciaban las faenas de los toreros, también otro tipo de entretenimiento que desataba las pasiones como “el loco del os toros” – un torero que salía a la plaza vestido como un demente del hospital de San Hipólito para provocar a la bestia-; también se soltaban perros de presa que luchaban con los astados. Cuando los animales no estaban involucrados, su espacio era ocupado por el lanzamiento de globos de hidrógeno o fuegos artificiales.
Los toros no faltaron en otro de los momentos más recordados en los primeros años del siglo XIX: el 9 de diciembre de 1803 fue develada la estatua ecuestre de Carlos IV, conocida como “El caballito”. Le correspondió al virrey José de Iturrigaray presidir la ceremonia y las autoridades organizaron un gran festejo.
Durante los últimos años del virreinato y bajo el más puro ambiente de la ilustración –que pretendía moralizar a la población y erradicar los excesos en los que incurría la gente que asistía a los diversos espectáculos- se prohibieron las corridas por considerarse bárbaras sangrientas; sin embargo, durante la guerra de independencia se autorizaron de nuevo con la clara intención de que la gente se mantuviera entretenida y alejada de las ideas independentistas que recorrían gran parte del territorio novohispano.
Cabría puntualizar que este acto es en verdad una muestra de barbarie totalmente retrograda y carente de sentido, sin embargo en una época donde los espectáculos eran tan acotados y además formábamos parte de una corona que no se caracterizaba por su alto grado de ilustración; las corridas de toros eran exhibiciones de galantería, de desfiles de la mejor alcurnia que se reunía solo para charlar de las noticias del momento o bien derrochar el alto grado de posición económica que se tenía; ojala que nuevamente llegue la moral, la conciencia de erradicar para siempre el exceso de gritar, aplaudir y sentirse extasiado al observar la masacre de un pobre animal que se tortura hasta la muerte para un público poco civilizado y carente de ilustración moral.