Hace tiempo se viene diciendo que México requiere de una reforma fiscal. Por razones inexplicadas e inexplicables, el presidente Andrés Manuel López Obrador, antes, es decir al inicio de su gestión, y aún ahora, ha rehusado acometer ese tipo de reforma. Quizá le interese más no abollar su prestigio político, del que nada menos ayer volvió a presumir con base en una encuesta semanal de “Morning Consult”, según la cual es el segundo jefe de Estado mejor evaluado en el mundo.
No obstante y cuando hay muchas voces que alertan sobre los estropicios que México estaría en riesgo de sufrir como consecuencia de la falta de una reforma fiscal, capaz de equilibrar las cuentas públicas, el gobierno de López Obrador ratifica que no pasa ni pasará nada, aun cuando el presupuesto federal plantee para el año próximo un déficit de 5.4 por ciento del Producto Interno Bruto, el mayor en 34 años.
Se agrega a esto la virtual quiebra técnica de Petróleos Mexicanos, el endeudamiento de la Comisión Federal de Electricidad y por si fuera poco las inversiones sin sustento financiero en las mega obras del sexenio como el Tren Maya o la refinería Olmeca de Dos Bocas, cuyos costos más que se han duplicado respecto de los presupuestos inicialmente planteados.
Agregue a esto el peso de las pensiones no contributivas a los adultos mayores, que se elevarán un 25 por ciento a partir del año próximo, en un preámbulo de la juerga electoral.
En abril del 2019, cuando recién iniciaba la cuarta transformación, expertos como el Coordinador de Ingresos e Impuestos del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), Adrián García Gómez, alertaban ya sobre los riesgos de posponer o dar la espalda a una reforma fiscal en México.
García Gómez admitió entonces que efectivamente en México “existe un gran potencial recaudatorio en muchos municipios”.
Añadió que ese debió ser uno de los temas centrales en cuanto llegara el momento de discutir una reforma fiscal, un tema que sigue pendiente en México y al que de igual forma, se teme aun y cuando la recaudación tributaria del país resulte “la más baja, medida como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB), dentro de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Antes como ahora a estrategia del gobierno de la 4T se enfocó en combatir la evasión y la elusión fiscal, donde Hacienda estimó una pérdida entre 3 y 4 puntos del PIB de recaudación, un caudal de recursos potenciales.
Para dimensionar este monto, en 2018 la recaudación total del IVA fue de 3.9% del PIB. En consecuencia, una nueva reforma fiscal debería indagar en temas pendientes desde hace muchos años, como el fortalecimiento de la recaudación de estados y municipios y los impuestos al capital.
Esto cuando resulta muy obvio el cambio “muy marcado” por el lado del gasto gubernamental bajo la 4T, “sobre todo en el gasto social”, donde se dio un viraje hacia una política “de transferencias directas” a los beneficiarios bajo el argumento de que existía una gran corrupción, y como consecuencia una pérdida de recursos por los intermediarios.
Aunque entonces se consideraba muy pronto para analizar el impacto que este nuevo enfoque tendría en el bienestar de la sociedad, se hacían patentes varias cuestiones que alumbraban y encienden hoy nuevos focos rojos, como que muchos de estos programas carecen de reglas de operación y que el mecanismo de transferencias directas se pueda utilizar con fines políticos, esto último ya confirmado.
La hoy canciller, Alicia Bárcena, quien antes fue secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), sugirió hace al menos cuatro años en nombre del organismo cinco instrumentos para ampliar espacio fiscal y potenciar la Agenda 2030: Reducir la evasión tributaria y los flujos financieros ilícitos; impulsar la adopción de impuestos a la economía digital y de salud pública; cambiar incentivos mediante impuestos ambientales para avanzar hacia la descarbonización de la economía y la reconversión productiva; revaluar los gastos tributarios; y fortalecer el impuesto sobre la renta personal y los impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, que en nuestro país representa el 0.3 por ciento del PIB y está a cargo de los gobiernos locales.
Bárcena se pronunció entonces a favor de cinco opciones de políticas de gasto e inversión pública: proteger la doble inclusión (laboral y social) a partir del gasto social, potenciar y reorientar la inversión pública para impulsar el uso de tecnologías innovadoras (energía, movilidad, comunicación y bioeconomía) con recursos naturales, avanzar hacia sistemas presupuestarios que incentiven la inversión pública prioritaria a través de marcos contables pro inversión, establecer acuerdos público-privados para infraestructura y energía renovable, y rediseñar los incentivos fiscales para políticas industriales. ¿Lo habrá olvidado la hoy canciller?
@RoCienfuegos1