La violencia contra los pueblos originarios solo los ha hecho más fuertes

 

En toda nuestra América, pero también en el resto del mundo, el acoso y la violencia criminal en contra de comunidades autóctonas que no ceden ante la invasión de sus territorios, ha causado millones de víctimas inocentes. Esta guerra constante, herencia de las invasiones colonizadoras cuya bandera de raza y estirpe impera sin sonrojo, ha marcado en ellas, a lo largo de las generaciones, la huella de la pobreza, la desigualdad y la injusticia. En pleno siglo veintiuno podemos observar el aniquilamiento de poblados enteros e incluso macabros planes estatales destinados a apoderarse de sus tierras.

En la Amazonía, en la región de la Araucanía, o en las estepas del norte de Canadá, los habitantes llevan en su historia el sino de la persecución y la pérdida de sus diversas expresiones culturales. Pero, además, el peso de una existencia privada de los derechos ancestrales sobre los territorios que les han pertenecido. En síntesis, el colonialismo, de cuya arrogancia y desprecio por la vida están saturados los tratados de historia, permanece intacto; fortalecido por un sistema depredador capaz de anteponer las ventajas para un puñado de entidades industriales, agrícolas o comerciales, por encima de la vida de millones de seres humanos.

La constante y despiadada manipulación de la imagen pública de los pueblos originarios, inyectada en el imaginario colectivo de las clases medias gracias al trabajo minucioso de los medios de comunicación aliados con el poder, contribuye de modo rotundo en la pérdida de identidad, en la creación de estereotipos -capaces de poner una división indestructible entre sectores sociales- y en la división de una ciudadanía que termina siendo instrumentalizada con ese propósito. Sin embargo, en ellos aún persiste la semilla rebelde que los ancla a su territorio.

Este milenio, con sus crisis migratorias, sus conflictos bélicos por el dominio geopolítico y la voracidad insaciable de las multinacionales, será la prueba de fuego para innumerables comunidades indígenas que aún logran sobrevivir a pesar de las agresiones y los intentos por exterminarlas. Las estrategias varían y se desplazan desde el ataque violento -como en la región mapuche o la Amazonía brasileña- hasta esos planes de “integración” forzada la cual, en esencia, significa la destrucción del tejido social y cultural de comunidades ricas en expresiones propias.

Estamos ingresando a la etapa más dura de la guerra por el agua y los alimentos. El escenario incluye los efectos devastadores del cambio climático, por un lado, y la visión deshumanizante de la comunidad internacional sobre las poblaciones privadas de recursos, por otro. Los pueblos originarios, que alguna vez tuvieron soberanía sobre sus territorios pero fueron colonizados y expoliados por imperios que hoy se ufanan de sus riquezas, no tienen derecho a decidir sobre su futuro y menos aún sobre su presente. Los “desplazados forzosos”, esas personas obligadas a abandonar su hogar y su tierra, ya son cien millones; cien millones de seres humanos perdidos en la nada social.

Cien millones entre los cuales predominan los grupos étnicos que no encajan con el sistema capitalista y tampoco con los preceptos de los marcos teóricos de las sociedades urbanas, tan adictas al ejercicio de la discriminación y sus variadas formas de dar a cada quien su lugar, en este mundo de infinitos estratos.

 

Cien millones de seres humanos caminando por el mundo sin rumbo y sin futuro.

 

 

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