arturo moreno

“¡Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines!” fue la frase destructora con la que Hidalgo llamó a sus más cercanos compañeros –Allende, Aldama, Abasolo- a iniciar la lucha por la independencia. “¡Mueran los gachupines!” Grito desaforado, justiciero, violento. Invitación al pueblo a tomar las armas para conquistar su libertad. Palabras que resumieron el resentimiento generado por siglos de pobreza y desigualdad. Comenzó así la primera etapa de la guerra de independencia, encabezada por un cura que se perdió en el laberinto de su poder y lo ejerció de manera semejante al de un monarca o un dictador, con los excesos propios del absolutismo, dueño de ejércitos, hombres y vidas.

Y sin embargo, la apocalíptica y crítica visión del cura de Dolores -de la cual dieron testimonio Lucas Alamán y José María Luis Mora- se desvaneció con el paso de los años. Por encima de la violencia irracional del movimiento insurgente de 1810, al “herir de muerte al virreinato” –como señaló el historiador Edmundo O ‘Gorman- la figura de Hidalgo permaneció inmaculada. Sobre los cadáveres de la alhóndiga de Granaditas, los españoles pasados por cuchillo en Guadalajara y el saqueo permitido con toda liberalidad, la historia mexicana levantó la egregia figura del padre de la patria: Miguel Hidalgo.

Para la historia oficial –asimilada por la conciencia colectiva durante casi todo el siglo XX- era fácil imaginar a Hidalgo como un hombre predestinado desde el momento de nacer. Bajo esa perspectiva, seguramente el niño Miguel jugaba con sus compañeros a la guerra de independencia, tomaba una antorcha encendida e iluminaba el camino de libertad de sus amigos que representaban al pueblo encadenado a la miseria y a la opresión.

La figura de Miguel Hidalgo y Costilla no necesitaba de la parafernalia oficialista que por años elevó a sus próceres al altar de la patria. Su imagen se sostiene por sí sola para ser considerado uno de los protagonistas fundamentales de la historia nacional y, desde luego, “padre fundador” junto con otros caudillos, de la nación mexicana.

Hidalgo fue intelectualmente superior a todos los hombres de su generación. Nacido en 1753, en la hacienda de Corralejo, desde muy joven desarrolló una clara vocación y amor por el conocimiento. Estudió en el colegio de San Nicolás, en Valladolid (Morelia). Se recibió de bachiller en letras, en artes y en teología. Fue ordenado sacerdote en 1778 y su ascenso en el colegio de San Nicolás fue meteórico. Entre 1776 y 1792 fue catedrático, tesorero, vicerrector, secretario y rector. Por si fuera poco hablaba con fluidez el francés, el italiano, el tarasco, el otomí y el náhuatl.

“Don Miguel se distinguió en los estudios que hizo en el colegio de San Nicolás –escribió Lucas Alamán-, en el que después dio con mucho lustre los cursos de filosofía y teología, y fue rector del mismo establecimiento. Los colegiales le llamaban el ‘zorro’, cuyo nombre correspondía perfectamente a su carácter taimado.”

Era además, un hombre que enfrentaba la vida con un sentido eminentemente práctico. A su paso por los curatos de Colima, San Felipe en Guanajuato y Dolores dejó una estela de obras exitosas. Dedicó su tiempo a las faenas agrícolas e industriales; instaló talleres para desarrollar diversos oficios, dedicó parte de su tiempo a la apicultura, la cría del gusano de seda y el cultivo de la vid. Además también se aficionó a la lectura de libros de ciencia y arte. Tenía conocimientos de economía política y su erudición –“tan copiosa como amena y divertida”- asombraba a propios y extraños. Amante de la música instruyó a los indios en el aprendizaje de algunos instrumentos logrando formar incluso una pequeña orquesta.