200 años de la consumación de independencia, ni perdón ni olvido

El 27 de septiembre de 1821, un ejército colorido y radiante entró a la capital de Nueva España, a la “Muy Noble, Insigne, Muy Leal e Imperial Ciudad de México”, que lo recibió adornada y tricolor. Las mujeres vitoreaban, coquetas, a los soldados desde los balcones; los hombres, gallardos, respondían lanzando besos al aire. Diez y seis mil soldados del Ejército Trigarante marcharon por el Zócalo ante la mirada orgullosa de su general que, desde el balcón principal del palacio virreinal, aplaudía a su paso.

Agustín de Iturbide hinchaba el pecho ahíto de gloria. Su obra se antojaba magnífica pues en menos de un año había logrado lo inalcanzable en los últimos once: poner fin a la guerra civil y consumar la independencia. Nada mal para quien en los primeros tiempos de la insurgencia se había dedicado a perseguir rebeldes al régimen. Iturbide pertenecía entonces al ejército realista, su deber era someter a quienes buscaban la independencia y preservar el statu quo. Fue testigo del trasiego insurgente y de la resistencia desesperada de la Corona española por conservar el virreinato más importante de su imperio.

Pero once años de lucha desgastan a cualquiera. La guerra había pasado por diferentes etapas: el inicio detonado por Hidalgo y en la que predominó el frenesí, la desaparición de los principales caudillos, las guerrillas insurgentes fastidiando intermitentemente a la corona, la ausencia de líderes que reavivaran el fuego rebelde hasta el último momento, el de la negociación y la renovación.

Fue ahí que, oportuno, apareció Iturbide. Con sorprendente tino, se erigió en la figura que logró conciliar a las partes. Al reunirse con Vicente Guerrero, el último caudillo de la insurgencia, tendió la mano al resabio popular de la independencia, mientras que con el otro brazo ofrecía la permanencia de la esencia del régimen. En su propuesta del Plan de Iguala, Iturbide prefiguró lo más rancio de la política a la mexicana. Promesas de unidad y de felicidad perpetua, paz y prosperidad a la vuelta de la esquina, un sistema político que se antojaba perfecto (la monarquía constitucional), la religión católica como la única y la independencia absoluta del nuevo reino, el de México.

Iturbide fue el personaje de la frase perfecta: «Ya sabéis el modo de ser libres. A vosotros os toca el de ser felices»; pero no fue el de la gloria eterna. Su papel en la consumación es innegable, pero el reconocimiento es, como hace dos siglos, efímero. Su figura se difuma entre las de los otros caudillos y es uno más en el altar a la Patria. A la fecha el desfile trigarante no ha logrado opacar la fuerza fundadora del Grito de dolores.

Pero si la consumación de la independencia no le fue reconocida a Iturbide, los colores que defendía su ejército, el trigarante, paradójicamente se convirtieron con el tiempo en perenne símbolo del nuevo país. «Tres garantías -escribió Justo Sierra-: religión, unión e independencia, materialmente simbolizadas en la bandera tricolor, adoptada por la Patria y divinizada por el río de sangre heroica que ha corrido por ella».

La enseña patria fue el único triunfo que Iturbide le arrebató a la historia oficial. Nadie, ni sus enemigos ni sus detractores, pudieron arrebatarle tal honor. A través de los años, voces disonantes se han alzado infructuosamente para reivindicar el verdadero día de la Patria y a su infortunado caudillo.

A principios del siglo XX Francisco Bulnes escribió: «Espero que para el Centenario de 2110, dentro de doscientos años, se habrá reconocido que los tres héroes prominentes de nuestra independencia, fueron Hidalgo, Morelos e Iturbide. Como los muertos no se cansan de reposar en sus tumbas, Iturbide bien puede esperar algunos cientos de años, a que el pueblo mexicano, en la plenitud de su cultura, le reconozca con moderados réditos lo que le debe. Mientras no se honre como debe ser a los verdaderos héroes de la independencia y se llegue hasta suprimir de los homenajes, la figura de uno o algunos de los más grandes, habrá derecho para decir que en las solemnes fiestas patrias quedó vacío el lugar del primero de los personajes: la Justicia».

Han transcurrido casi cien años desde que Bulnes escribió exigiendo la reivindicación del héroe de Iguala y el reconocimiento de la fecha que la historia registró como el nacimiento del México libre y soberano. Para desgracia de propios y extraños, como en muchos otros ámbitos de la vida mexicana de finales del siglo XX, la justicia histórica ha sido doblegada por la impunidad histórica. ¿Tienen que transcurrir otros cien años, antes de que Iturbide descanse en el seno de la Patria como uno más de sus hijos? ¿Será hasta el 2110, cuando la historia mexicana esté por encima de los odios de partido y las verdades absolutas? ¿Llegará el momento en que el 27 de septiembre sea reconocido como el día de la patria?

Al menos se ha logrado que en el billete de 20 pesos aparezca el desfile victorioso de la consumación de la independencia, si bien no es a Iturbide directamente a quien se recuerda sin duda él está intrínseco en la consumación. Tendremos que esperar otros 100 años para hacer las paces con el pasado y superar el actuar de Iturbide. 

¿Tú lo crees?…. Sí yo también, pareciera que el pueblo mexicano no sabe olvidar y mucho menos perdonar.