¿Acaso se puede creer que la ley no está supeditada al beneficio de unos cuantos en México?, es evidente que la Constitución es un rehén de las necesidades de diputados, senadores, gobernadores y por supuesto del presidente de la República.
El hecho de que pudiera darse el caso de que el próximo gobernador de Guerrero, si es que le benefician los votos, tendrá por nombre Evelyn Salgado, sí, efectivamente la hija de Félix Salgado Macedonio “El Toro” deja mucho que desear.
A pesar de no ser lo correcto incluso de acuerdo a los estatutos de su propio partido, Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), ya que ningún dirigente partidista puede colocar en un cargo de elección popular a ningún pariente hasta el rango de cuarto grado.
A ellos no les importa lo que digan los estatutos, lo que argumente el poder judicial, lo que se diga simplemente es letra muerta, porque en México no importan realmente las reglas mucho menos lo que este plasmado en cualquier estatuto o la constitución misma; pero esto no es nada nuevo.
Analicemos:
En México, la justicia parte de la vieja máxima: “aplíquese la ley, pero en los bueyes de mi compadre”. La historia muestra que muchas veces se hicieron leyes a la medida con el fin de acabar con los enemigos. Incluso, grandes defensores del Estado de derecho fueron tentados por la discrecionalidad de la ley.
Durante la guerra de Reforma (1858-1861) y la guerra contra la intervención francesa y el imperio de Maximiliano (1862-1867), a Benito Juárez, todo lo que le pudo salir mal, le salió bien, absolutamente todo, hay quienes decían que tenía pacto con el diablo; otros que más bien Dios era juarista. Lo cierto es que hasta se topó con regalitos que la caprichosa vida política le obsequió.
El 30 de julio de 1867, el bergantín Juárez atracó en Veracruz con el villano favorito de Benito Juárez: Antonio López de Santa Anna. Por azares del destino, era prisionero de la República, y tras haber coqueteado con el imperio de Maximiliano ofreciendo sus servicios que fueron totalmente rechazados, ya era un prisionero cuya vida en manos de Juárez no valía ni un quinto.
Regresaba a México realmente en una miseria absoluta. De sus propiedades –Manga de Clavo y El Lencero- solo guardaba recuerdos. Al ser derrotado y exiliado por la Revolución de Ayutla en 1855, uno de los primeros actos del gobierno de Ignacio Comonfort fue incautar los bienes del 11 veces presidente de la República, mismos que pasaron a manos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para luego ser rematados.
Sin recursos ni amigos zalameros; sin las viejas glorias de antaño y más desprestigiado que un partidario del imperio, Santa Anna se dispuso a enfrentar todo el peso de la ley desde la prisión de San Juan de Ulúa, donde “los cerrojos de una fétida mazmorra guardaron mi persona” –escribiría el caudillo-.
Su buena estrella se eclipsaba, al menos ese julio de 1867, cuando regresó a México prisionero, la estrella de Juárez era la única que brillaba, no había cabida para otra más que brillara. Ni tardo ni perezoso, Benito ordenó que fuese juzgado con la ley del 25 de enero de 1862, la misma que llevó a Maximiliano, Miramón y Mejía al cerro de las campanas y la cual, seguramente, llevaría por el mismo sendero a Santa Anna.
Juárez tenía la obstinación del derecho y demostró enarbolando la Constitución de 1857 como bandera de resistencia contra sus enemigos hasta que logró el triunfo de la Republica. Sin embargo, al haberle dado un sentido político a la ley, se perdió la posibilidad de establecer un Estado de derecho igual para todos.
La mayor parte de los 14 años que estuvo en el poder, Juárez gobernó con facultades extraordinarias, es decir, aplicando la ley a modo discrecional. Y cuando había que aplicar todo el peso de la ley resulta que la ley pesaba más para sus enemigos.
Santa Anna lo sabía, en todo caso, él había gobernado del mismo modo. Lo más doloroso de su prisión no eran los gruesos muros apenas dejaban entrar la luz a las tinajas o la excesiva humedad que todo lo pudría. Ni siquiera las elevadas temperaturas –a las cuales estaba acostumbrado cuando estaba en Manga de Clavo- le hacían mella.
Para Santa Anna, el peor de los castigos que podía sufrir era el olvido. Deseaba salir de aquel trance para recuperar la gloria de otros tiempos, y, de paso, sus haciendas.
En San Juan de Ulúa, Santa Anna tuvo mucho tiempo para pensar en la gloria. No esperaba el fallo de la historia, sino el fallo del tribunal que seguramente lo llevaría al cadalso sin escalas. Si bien Juárez –a quien Santa Anna había exiliado años atrás- era un idolatra de la ley, la ley también le había servido para aplicarla en contra de sus enemigos, como en 1865, cuando autoprorrogó su mandato presidencial y declaró fuera de la ley al presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jesús González Ortega.
Santa Anna entregó una protesta fundada en la incorrecta aplicación de la ley “que no conozco –apuntó- pero sospecho que se intenta algo en mi daño”
El 7 de octubre de 1867, el tribunal dictó sentencia. A Juárez se le descompuso su rostro de piedra cuando le informaron que los jueces habían hecho bien su trabajo, revisaron el caso, las acusaciones, los argumentos de la defensa y, tras deliberar concienzudamente, sentenciaron a Santa Anna a ocho años de destierro y no a la pena de muerte.
Benito Juárez hizo un coraje a tal grado que decidió desquitarse con los jueces y, para darles una lección, los envió de vacaciones durante seis meses a las húmedas tinajas de San Juan de Ulúa, para que en ese lugar aprendieran a aplicar la ley de acuerdo con los intereses de la nación o del propio Benito Juárez.
En México antes y hoy la ley es cosa simple y se resume en la frase “cooperas o cuello” es una constante, ¿Tú lo crees?… Sí, yo también.