Hace algunos años mi querida amiga Francisca Robles tuvo un infarto. Corrí al Centro Médico con la angustia en el corazón. Al llegar, su hija Oriana y su hijo Iván, en cuanto me vieron, se abrazaron a mí llorando. Lloramos de miedo, lloramos de preocupación. De pronto, un dedo picó mi hombro. Con las lágrimas apenas distinguía a una señora, inevitable advertir el porte aguerrido de su barrio, la mirada transparente, el gesto de solidaridad: “Disculpe, usted llore, comprendo su dolor, pero necesitamos organizarnos. ¿Quién va a cuidar a la maestra? ¿Quién se hará cargo de sus hijos? ¿Quién va a preguntarle al doctor? ¿Quién se va a quedar con ella toda la noche? No podemos quedarnos sin hacer nada”. Las otras mujeres se acercaron, dispuestas a dar todo por una buena vecina, por una mujer que en ese momento nos necesitaba tanto. Sí, tiene toda la razón, le dije limpiando mis lágrimas, tenemos que organizarnos.
Y hoy recuerdo esa anécdota cuando veo la tragedia ocurrida en el metro de la ciudad de México, una escena sacada de la peor película de ataques y destrucciones, donde quisieras cambiar de canal para negar lo que tus ojos te obligan a ver, y ahí, en esa tragedia, las señoras de la alcaldía de Tláhuac salieron de sus casas para repartir café y pan a los rescatistas. Las veo en fotografías, las espío desde mi casa, parecen ser las mismas que ese día en Centro Médico me dieron una gran lección. El mismo porte aguerrido, la mirada transparente, el cubrebocas no logra ocultar ese gesto de solidaridad. Sus nombres empiezan a ser conocidos: Doris, Andrea, Jenni, Chela… También miraban la televisión, sintieron por igual el alma totalmente destrozada, la impotencia provocó cerrar los puños, musitar el nombre de los culpables de siempre para maldecirlos bajito, ese espíritu natural tomó más fuerza: ayudar.
Entonces se llaman, se mandan mensajes, una le toca a la puerta de la otra. Juntan el pan que se quedó en la mesa después de la cena, le agregan un poquito de agua al café que les enseñó a hacer la abuela, mandan al hijo a buscar las tazas, el tóper, las cucharas… Cargadas de su buena fe, salen a la calle a repartir un poco de alimento y mucha fe en una ciudad herida de muerte.
Ellas viven en la unidad habitacional “La Draga”, en la Unidad Aldana de Tláhuac, frente al metro “Los Olivos”, aquí nomás a unas cuadras. No importa la hora, sirven el café que tratan de mantener caliente en su jarra de plástico que tapan con verdadero cuidado. Van de un lado a otro, ofreciendo una mano en estos momentos tan dolorosos. Se mueven al ritmo de la solidaridad, sirven sin abnegación, más bien hay arrojo en su manera de llenar cada taza de barro, cada vaso de unicel. Preguntan a los rescatistas si quieren algo más. Reiteran a los bomberos que ellas viven cerca por si necesitan otra cosa. Se miran en la madre que sufre, por eso no pueden ser indiferentes. Su atisban en la esposa angustiada, por eso no pueden quedarse en casa. Intuyen que pueden ser la hermana o la hija que espera noticias afuera del hospital, por eso no van a dejarlas solas. Cada herido, un hijo que aman. Cada muerto, el duelo que comprenden.
A veces creo que son las mismas señoras que en la Guardería ABC de Sonora señalaban a los culpables sin que les temblara la mano. Las confundo con las mismas que se ponen a excavar con sus propias manos en todos los desiertos del país buscando a sus hijos. Las que salen a la calle con sus hijas y se ponen la pañoleta verde entre sus muñecas. Las mismas que reclaman con rabia cuando sus hijas no llegan a casa. Esa voz que le exige al presidente una verdadera alternativa para hacer justicia a los asesinos de su hija. Las que huyen una noche de casa, cargando a los hijos e hijas para abandonar para siempre al agresor. Que se quedan contigo cuando un agresor te hizo daño mientras caminabas por la calle. Que traen la imagen de su hija tatuada en el alma y en una playera donde exigen justicia. Las que se aguantan su propio terror después de un asalto violento y te preguntan si estás bien. Quizá una de ellas esta noche del 3 de mayo del 2021 iba en ese metro, seguramente ayudó sin ver sus heridas, tal vez cerró los ojos sin dejar de apretar el puño para mostrar su coraje.
Lloro por ellas, me fortalezco con su ejemplo. Evoco esas noches que yo misma tantas veces tomé varias veces esa línea dorada para dirigirme de la universidad al hotel donde me hospedaba. De Zapata a Ermita, rostros cansados, hombres que regresaban del trabajo, estudiantes que se concentraban en sus libros. Madres cargando las mochilas de sus hijos e hijas, otras cargando a su bebé. Gente trabajadora, nuestra gente. Las horas pico, los transbordes masivos, el esfuerzo por dejar salir antes de entrar. El vendedor de chicles, los payasitos que te piden sonreír y lo logran. Los novios que se besan.
Y esta noche trágica, ahí están ellas, las señoras que México necesita. Señoras no por su estado civil, ni por su apariencia o edad. Señoras porque te quitas el sombre ante ellas, no son recatadas ni sumisas, saben gritar justicia, se visten de solidaridad cuando las necesitas. Su andar no es de reinas, sino totalmente beligerante. Y esta noche del 3 de mayo, ellas tendieron la mano cuando la corrupción y la negligencia vistieron de luto a todo el país. En una noche tan triste, recibir un café y un pan de manos de estas señoras, es un rayito de esperanza.